Un arte que se practica desde las alturas

Hay profesiones que parecen rozar lo poético, y la poda en altura es una de ellas. Siempre que veo a un especialista colgado de una cuerda, equilibrado entre ramas, pienso en la mezcla perfecta entre destreza y respeto por la naturaleza. Hace poco, mientras esperaba el resultado de una radiografía perro en Ferrol, observé a través de la ventana cómo un equipo de arboristas trabajaba en un parque cercano. La precisión con la que se movían, el silencio que mantenían, el cuidado con que tocaban cada rama, era casi hipnótico.

La poda en altura no es simplemente cortar ramas. Es una técnica que requiere formación, conocimiento del árbol y una comprensión profunda del entorno. Cada corte tiene una razón de ser: mejorar la salud del árbol, evitar riesgos o estimular su crecimiento. Los profesionales estudian la estructura de cada ejemplar, su inclinación, la dirección de la luz y hasta la forma en que el viento incide sobre sus copas. Es una labor paciente y meticulosa, donde la prisa no tiene cabida.

El equipo que utilizan también es fascinante. Arnés, casco, cuerdas dinámicas, poleas, motosierras ligeras… cada herramienta está pensada para ofrecer seguridad sin comprometer la movilidad. Subir a un árbol con ese equipamiento no es solo una cuestión de técnica, sino también de confianza. Hay que conocer los puntos de anclaje, calcular el peso del cuerpo y del material, prever cada movimiento. Un error puede tener consecuencias serias, por eso la concentración es absoluta.

Lo más impresionante es que todo este trabajo se hace respetando al máximo la vida del árbol. No se trata de cortarlo a capricho, sino de ayudarlo a mantenerse fuerte. Los arboristas entienden que los árboles, como los seres humanos, también sufren estrés. Un mal corte puede generar heridas difíciles de sanar, permitir la entrada de plagas o alterar el equilibrio natural del tronco. Por eso, cada poda se planifica con precisión quirúrgica.

He visto cómo una poda bien ejecutada puede transformar un paisaje urbano. De repente, la luz entra de otra manera, el aire circula mejor y el entorno recupera armonía. En Ferrol, por ejemplo, hay zonas verdes donde los árboles han crecido con tal exuberancia que amenazan cables eléctricos o tejados, y los trabajos de altura permiten devolverles su forma sin perder su vitalidad.

Lo que pocos saben es que también hay una parte artística en esta tarea. Algunos arboristas hablan del “diseño de copa”, una forma de modelar el árbol para que crezca con elegancia. No es una poda ornamental, sino una manera de dialogar con la naturaleza, de guiarla sin imponerse. Esa conexión entre técnica y sensibilidad convierte la poda en algo más que un oficio: es una forma de expresión.

Quizás por eso, cada vez que paso por un parque recién podado, percibo un equilibrio distinto. Las ramas parecen bailar con el viento, los troncos se alzan más esbeltos, y la luz dibuja nuevas sombras en el suelo. El trabajo en altura no solo mejora el aspecto de los árboles, sino también el ánimo de quienes los contemplan. Y aunque el público pocas veces se detiene a pensar en ello, detrás de cada rama bien cortada hay horas de planificación, valentía y respeto por lo vivo. La próxima vez que vea a un profesional suspendido entre las copas, entenderé que lo que hace no es simplemente mantener un jardín: está practicando un arte que se aprende con paciencia, y se perfecciona, literalmente, desde las alturas.